Hay momentos que uno vive sin saber que va a vivirlos, o sin planear vivirlos. En semana santa ésto suele pasar muy a menudo, y fue lo que me ocurrió a mí el pasado miércoles santo.
Como cada año, me gusta ver el regreso de la hermandad del Baratillo desde la Plaza del Triunfo, bajando la calle Adolfo Rodríguez Jurado, cruzando la avenida de la Constitución y adentrándose en Tomás de Ybarra mediante la vuelta de la Casa de la Moneda. Pues bien, venía de verlo, e iba en busca de otra cofradía, concretamente la de las Siete Palabras, y para ello, después de recorrer la plaza de la Virgen de los Reyes me adentré por la Calle Don Remondo y Segovias para salir a la parte final de la Cuesta del Bacalao, pero aquello era impracticable, la hermandad del Cristo de Burgos acababa de pasar por allí y pese a que quedaba un buen rato para la llegada de los Panaderos, había una turba inmóvil apostada en la confluencia con Francos y era imposible atravesarla.
Fue entonces cuando sin comerlo ni beberlo tuve que dar un rodeo, decidí continuar el cauce natural de Argote de Molina y llegar a la plaza del Salvador por la calle Pajaritos, torpe de mí. En la estrecha calle un leve reguero de gente, picudos capirotes negros, silencio, nube de incienso, siseos, acólitos ceriferarios. En el silencio de la calle, en la penumbra que aquella estrechez confería al tramo más angosto de Francos empezó a reflejarse el destello amarillento de la candelería, de fondo Tejera, de fondo "Margot". Pasó como una exalación, no quiero decir con ello que pasara corriendo. Sino que pasó como si nada le importase quién había en aquella estrecha boca calle, paso a su ritmo, sin que se moviera una bambalina, sin que se moviese un varal. El silencio permitió incluso escuchar los mandos de los capataces.
De aquello siempre me quedará el recuerdo.
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