Quizá hasta el pasado sábado no me dí cuenta del tiempo que discurre en nuestro días. Quizá el trabajo, quizá el estudio y lo que no es lo uno ni lo otro me tienen un poco fuera de sitio este año. Quizá habrá otros muchos quizá, no lo dudo, pero el pasado sábado fue uno de esos días que te mira a los ojos y te recoloca en el mundo.
Como cada día el sol salió por el este y se marchó por colombinas, aquello no fue distinto; pero sin embargo el sol iluminaba un intenso cielo azul, monócromo, sin ninguna nube que emborronara su faz, límpido y limpio. Y picaba. Y ya la noche anterior me dio un toque de atención cuando, allá por San Pedro bajo un naranjo gigante no olía a gasolina, ni fritura ni gases sino que de aquella ingente copa verdosa perleada de imperceptibles puntos blancos se desprendía un olor a azahar que difícilmente se olvida, porque son los primeros brotes de la primavera.
Como decía, el sábado pasado me puso en mi sitio. Después de una tarde de ensayo, de vigas y cornetas, de calor y de regusto cofrade, me adentré en el centro de Sevilla y cuán grata fue mi sorpresa al encontrar en la Puerta Osario un par de jóvenes uniformados de la banda de los gitanos, y otro par a lo largo de Escuelas Pías, pero aquello no era nada en comparación con lo que había en la Plaza Ponce de León: Dos autocares bajo el amparo de las espaldas de Santa Catalina y los Terceros, abrían sus compuertas para dar paso a una legión de casacas de gala, galones, borlones y blancas gorras de plato pertrechadas todas de instrumentos musicales de metal y viento, así como del imprescindible banderín, y más adelante, al principio de la calle Santiago afinaba sus metales la Agrupación de la hermandad de la Redención presta y dispuesta a adentrarse en la antigua Plaza de López Pintado a bombo y platillo.
Efectivamente ese día me di cuenta de que los días ya eran más largos, de que las frías noches de ensayos ya no eran tan frías, de que en los periódicos ya era diaria la crónica cofrade, de que el Resucitado volvía a reclamar su sitio en la jornada del Sábado Santo y de que en la confitería de la Campana los cortadillos, palmeras y milhojas habían cedido su lugar a filas multicolor de nazarenos de caramelo, de bomboneras con antifaz y capa y a pasos en miniatura, deseos de infantes y anhelos de mayores.
Hice entonces una mirada de soslayo al calencario, empecé a contar días y me di cuenta de que en menos de lo que me había enterado restaban a penas veinte días para el Domingo de Ramos. Todo lo pronto que había pasado media cuaresma se me iba a hacer de larga la otra media que faltaba. De manera que solo resta disfrutar de este tiempo ue tanto nos gusta y tener cuidado porque a la velocidad que discurren los acontecimientos en pocos días tropezaremos con la emblemática rampa del Salvador, dispuesta para las previas carreras de los pequeños y el posterior racheo de los costaleros.
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