De la penumbra fresca de la capilla aparece con movimientos medidos el canasto oscuro de caoba sobre el que se eleva el tremendo crucificado de Ocampo. Un calvario de clavel rojo se extiende entre los cuatro enormes faroles que más tarde, allá por la Alfalfa y la calle Águilas cederan su luz al Señor de la Fundación. En silencio atraviesa la puerta magenta y enfila Recaredo en dirección a la Puerta Osario, le sigue el tramo de penitentes de cruz.
Rodeando por la calle Regina, podemos llegar al final de la calle Santa Ángela, por allí debe andar el último tramo de la Virgen de las Lagrimas, cuyo palio ya resuena por los finales de Gerona. Así es, la bambalina morada ya se contonea por los primeros metros de la calle del Convento, avanzando poco a poco, disfrutando de la hermosa tarde de primavera, del abril de jueves santo sevillano. Esquivando los faroles de las casas se va acercando a la casa de los Pobres, al convento de Santa Ángela de la Cruz donde las monjitas le rendirán pleitesía y le cantarán sus alabanzas. Antes de darnos cuenta el palio se nos ha perdido por la esquina, dos cofradías ya han pasado por nuestros ojos, la semana santa se nos va marchando.
Desandamos lo andando y por la calle Regina, vía José Gestoso buscamos la calle Trajano. Por ella se encamina hacia la Campana la hermandad de Montesión. Sus elegantes túnicas blancas con antifaces de terciopelo negro avanzarán entre la multitud no sin dificultad. Nos adentramos en la calle del Emperador Romano, ganando metros, buscando el misterio. Un misterio de la Oración en el Huerto que resuena por la Alameda. Allí lo encontramos, entre las dos herculinas columnas, revirando poco a poco a los sones de la Agrupación de la Redención de Sevilla, con marchas como Alma de Dios.
El final de la vuelta arranca los aplausos de la gente que allí se congrega. El rostro del Señor muestra el dolor y aflicción que siente por dentro. Su mirada se clava en los ojos del ángel anunciador de la Pasión y muerte que le esperan. Perleada de sangre su frente parece prepararse así para la corona de espinas. Sus manos abiertas buscan sin encontrarla una explicación a lo inexplicable. Nos detenemos a admirar el paso, ahora detenido. Una obra de arte neobarroca, dorada minuciosamente en cada uno de sus recobecos, iluminado por candelabros de guardabrisa exquisitos que se bambolean suavemente acompasados con la verde copa del olivo, bajo el cual duermen apaciblemente los discípulos de Jesús ajenos a la dramática escena del huerto.
Se adentra entre la bulla el paso de misterio, los tambores se hacen más sordos y las cornetas se ahogan entre el gentío del jueves santo. Nostros seguimos el rastro de cruces de madera, el rastro de cruz de manguilla y de tramos de terciopelo negro, de cera blanca. Seguimos la calle Correduría abajo, aguantando empujones y pisotones, avanzando estoicamente hacia la bulla. El palio aparece en la esquina de la calle Feria, recién salido de su capilla. Majestuoso como el solo, ganando metros poco a poco, hasta pararse y arriar por no poder avanzar.
Los servidores de la cofradía nos piden que nos echemos a un lado, que nos pongamos por detrás de los ciriales y ahí nos colocamos. La levantá suena como suena el palio, característica y original, pues de los remates de sus varales no penden borlas ni borlones, ni lazos ni corbatas bordadas, sino rosarios, hermosos rosarios rematados en cruces con cuetas de plata, cuyo choque acompasado con los vástagos hacen que el sonido de este paso sea inconfundible, máxime cuando se mueve a los sones de su marcha Rosario de Montesión. Y ahi viene, Rosario de Montesión Coronada, mecida bajo palio, con su manto recogido a la altura de su cintura, con la mirada perdida, con la cabeza inclinada, buscando la en la Alameda el consuelo de la anchura.
Pasado el paso de palio, nos encaminamos en un camino largo, pero que disfrutaremos paseando por la tarde de abril, de primavera soñada. De brisa fresca y olor a naranjos. Al final de la calle Feria tomaremos una vez más Regina hasta la Encarnación, y de ésta Puente y Pellón hasta el Salvador. Atravesando la plaza intentaremos cruzar Álvarez Quintero y Conteros hasta la calle Alemanes. Ya vamos llegando a nuestro destino, los tambores resuenan entre los murmullos de la gente. Por delante de la puerta del Arzobispado rodeamos la Plaza Virgen de los Reyes y llegamos, no sin dificultad, a la Plaza del Triunfo. Por ella discurre la hermandad de las Cigarreras, sus túnicas de raso morado y sus capas blancas se adentran hasta perderse en la calle hermosa de Miguel de Mañara bajo la atenta mirada del León de la puerta del Alcázar.
Los ciriales del primer paso asoman al amparo del monumento a la Inmaculada, el alto canasto dorado emerge sobre la bulla avanzando de largo a los sones de su banda. Un friso de lirios morados recorre todo el paso de talla gruesa, de madera pesada. En una chicotá se planta ante nosotros; así, arriado podemos disfrutar de la carga emotiva del Cristo amarrado a una columna y de la comunicación que parece existir entre las imágenes secundarias.
Jesús es azotado en el Pretorio por cuatro soldados romanos de vestimenta oscura, como oscuras son sus intenciones con el siniestro flagrum, un quinto arrodillado a los pies del Cristo pierde su mano en un cuenco de bronce para obsequiar al divino Nazareno con un líquido.
La levantá es buena, para el avanzar del paso que se adentra en la estrechez de Miguel de mañara buscando la plaza de la Contratación. La gubia del maestro Buiza queda patente en el Cristo, en el rostro desencajado y en su mirada perdida, en su poblada barba y en su melena barroca, en las muestras de castigo de su espalda y en sus piertas rectas llenas de fuerzas, en sus moldeados brazos y en sus manos amoratadas atadas a la columna.
Se nos pierde el Señor al son de las Cigarreras, de esa trabajadera de metal que lelva treinta años poniendo música a la semana santa imprimiendo su propio estilo.
El jueves santo sigue su curso y aguardamos la llegada del palio que no tarda en venir, sus capataces imparten una nueva lección de cómo mandar un paso y estar atentos a su gente avisando de las imperfecciones que el firme tiene por esa zona. El paso avanza elegante, con ese aura de gloria que sólo ostentan unas pocas imágenes, y ésta es una de ellas.
Su rostro cansado y blanquecino refleja el llanto y el dolor de la muerte de un hijo, enmarcado en un tocado primorosamente dispuesto. Admirar la riqueza de bordados del paso en general y la perfecta sintonía de éstos con la orfebrería es algo que, ahora que está arriado mientras el calor de una saeta trata de mitigar a la Virgen, no debemos pasar por alto.
La levantá es sobrecogedora, con el crujir de los varales al encajarse en su sitio, se siente desde los zancos a las perillas. El palio de cajón se mueve sin extridencias con roce, más que choque, de las bambalinas con los doce varales. Así poco a poco, sin hacer más ruido que el alarde de belleza que su rostro irradia entre la penumbra del Jueves santo, se marcha la Victoria Cigarrera camino de su capilla.
Admiramos esa última revirá, la que dará con el palio en la plaza de la Contratación, la que poco a poco tras la esquina nos va arrebatando la última pareja de varales, los candelabros de cola y la ídem del manto.
Con el resonar de la música que le acompaña cruzamos la avenida de la Constitución buscando la calle Tomás de Ybarra, famosa por dos motivos, porque en ella el Pali esperaba sentado a horcajadas en su silla de enea el paso de las cofradías en la puerta de su casa y por la sucesión de bares que se apiñan en su cercanía al Postigo. En uno de los cuales esperamos la llegada de la Quinta Angustia.
La cruz de guía velada y el murmullo que se va apagando nos anuncia que la Cofradía llega. La noche es ya una realidad, un manto de brillantes estrellas que destacan en el azabache negro del cielo ponen techo a ésta cofradía que no lleva paso de palio.
Los ciriales cruzan con celeridad la avenida y se adentran en la atmósfera oscura de la calle Almirantazgo, tras ellos una ingente nube de incienso y gente precede al misterio del Sagrado Descendimiento de Nuestro Señor Jesucristo. Uno de los Calvarios más completos, más dramáticos y sin duda uno de los más teatrales de la semana santa. El Señor se valancea en la cruz desclavados sus pies y sus manos y sostenido por el abdomen por un sudario que Nicodemo y José de Arimatea sostienen desde las escaleras que se apoyan en el madero. Su madre quedó sin llanto, secas sus cuencas, yermo su pecho de tanto suspiro expirado. Mira a su hijo conteniendo las ganas de extenderle sus brazos. Hunde sus plantas en el Gólgota, en un sevillano gólgota de lirios morados en que también se encuentran San Juan y las Santas Mujeres. Es Jueves Santo y Cristo está muerto.
Pasa en silencio ante la capilla de la Pura y Limpia del Postigo, con el solo sonido del racheo, que en ocasiones chirría al producirse sobre la cera vertida a modo de llanto por las filas de nazarenos.
Cuando lo tenemos cerca podemos admirar el sobrio canasto, antítesis de lo visto hace un rato en el Triunfo y a media tarde en la Alameda. La caoba y el bronce se funden en una sociedad perfecta para labrar el trono de Dios.
Una vez pasa el paso el silencio se hace murmullo y el murmullo jaleo, acabamos de ser testigos de un momento mágico, de entendimiento y compenetración perfecta entre la fiesta y el pueblo.
Vamos a buscar ahora a la hermandad del Valle, santo y seña, emblema insigne del jueves santo sevillano. Rodearemos para ello la Catedral y nos adentraremos por Placentines y Francos en la plaza del Salvador para tomar Cuna hasta encontrarnos con su sobria cruz de guia festoneada de oro con la lanza en su cruce, seguida de tramos de túnica morada con cirios al cuadril.
La hermandad pasa ligera por lo que antes de lo que podamos esperar está el primero de los pasos ante nosotros, la Coronación de Espinas, el paso de los espejitos, el paso cuyo estilo no tiene un nombre cualquiera, sino nombre de rey, Luis XV, el paso que por carecer de respiraderos intercala la malla en el bordado de sus faldones de damasco granate. El paso del misterio romántico que tallara Joaquin Bilbao para acompañar a la impresionante talla de Jesús coronado de espinas al que un sayón le hace burlas en la delantera mientras un romano, desguarnecido de casco y penacho de plumas, le infringe en las sienes el castigo de la corona. Una escolania de niños cantores preceden al paso a los sones del “Christus factus est” vestidos de monaguillos, así como una reliquia de la Santa Espina del Señor portada en andas por cuatro acólitos seriamente engominados. Los edificios callados bajo la noche solo hablan con sus gestos, gestos que se dibujan a modo de sombras proyectadas en sus fachadas y paredes.
No tarda el segundo paso. Nuestro Padre Jesús Nazareno con Cruz al hombro, el encuentro con la Santa Mujer Verónica en la calle de la Amargura se representa sobre un hermoso canasto que va de más a menos, de abajo arriba rematado por cuatro hermosos faroles dorados.
La talla del nazareno merece mención aparte. Extiende su mano diestra mientras que con su siniestra abraza el travesaño del madero. Su rostro es de sufrimiento por las Santas mujeres más que por él mismo, la Santa Mujer Verónica enjuga su faz en un paño en el que queda impreso per secula seculorum. Avanza valiente, en silencio, con paso largo y racheado, ganando metros hasta quedar arriado unos metros antes de la revirá. En ese momento si disimuladamente nos acercamos al respiradero, podremos escuchar el rezo del Santo Rosario por parte de sus costaleros.
La levantá va al cielo y la vuelta es aliviada aunque sin correr, lanzando el paso hacia los costeros se nos marcha el Nazareno por la estrechez emblemática de la calle Cuna. La oscuridad es rota al final del tunel con la luz de la calle Laraña hacia donde se dirige la cofradía envuelta en un halo de incienso y misterio.
El paso de palio se hace más de rogar. Tarda lo suyo la Virgen del valle, la dolorosa de los ojos verdes que los tiene rojos de tanto llorar. La talla de aspecto frágil que transmite toda su fortaleza con su mirada. La que se mece bajo un palio de hojilla de plata. Un Jueves santo sin ella está cuasi vacío. En la confluencia con Sierpes levanta, botando dos veces, y avanza al compás del redoble destemplado que imprime la caja del Maestro Tejera. La candelería al completo viene encendida, no sé cuantas piezas pueden poblar su tablazón, pero son muchas. Si hablamos antes de la riqueza del bordado del palio Cigarrero y su perfecta conjunción con el juego de orfebrería no le va éste palio a la zaga, perfectamente diseñado cuidando hasta el último detalle, como las piñas cónicas de rosas rosas que copan las jarras de sus costeros.
Viene su cera chorrada, cansada, de noche de jueves santo. Gira ante nosotros con un intenso olor a incienso a los sones de su marcha “Virgen del Valle” que la acompañará hasta mediada la calle Cuna.
Aprovechando que la bulla parece buscar otros puntos nos colocamos en la exquisita delantera para disfrutar del momento. En la penumbra de la noche sólo iluminada por la candelería se mueve el palio cuyas levantás estremecen, un palio al que dejamos instantes antes de revirar en la calle Laraña.
Sin perder un momento, recorremos el trecho hasta el Salvador. La plaza está a oscuras. Varios tramos del Señor de Pasión ya se encuentran dentro de la iglesia. La impresionante fachada va acogiendo de nuevo a la Cofradía, que sale de la calle Alvarez Quintero con un silencio sepulcral. No se oye un alma, que diría mi madre, Un golpe de martillo resuena en la lejanía, tintilantes luces de cera roja se reflejan en las fachadas de las casas y poco a poco va apareciendo la apoteosis barroca. A lo lejos, podemos apreciar, adivinando la plata y el mármol, el canasto avanzando entre las cabezas espectantes. En medio de los cuatro faroles se alza con toda su fuerza el nazareno del hombre que habló con Dios, el Dios de madera, el Señor de Pasión. Su cabeza gacha parece buscar un último impulso para acabar la calle de la Amargura, sus manos cogen con vigor el madero, sus pies dan una zancada firme, y su túnica se balancea al mecer reposado del costalero.
Poco a poco inicia el ascenso por la rampa del Salvador, esa rampa rebosante de alegría el domingo de ramos es ahora trecho final de una calle de la Amargura en la víspera de la muerte de Cristo. Sin ruido alguno más que el racheo en la madera hueca atraviesa el dintel de la puerta y se pierde en la densa oscuridad de las frías naves de la Colegiata.
Tras Él se extienden largos tramos de ruán negro, los cirios al cuadril dibujan un triángulo que se prolonga por la plaza y se pierde en la calle Álvarez Quintero. Por ella aparece precedida de la bulla la Virgen de la Merced, acompañada de San Juan. Bajo su palio de terciopelo azul bordado en oro que se mece con arte entre los edificios. El solo sonido del fleco de bellota con los varales se va haciendo cada vez más fuerte, hasta que el paso de la Virgen queda arriado frente a la puerta, antes de ascender la rampa. No podremos admirar, desde la distancia y por la oscuridad, el hermosisimo rostro que Sebastian Santos ideó para esta talla de María. Una vez que el paso de palio asciende y atraviesa el cancel y el dintel de la puerta, el Jueves Santo ha expirado, Jesús ha muerto y es Madrugá.
No hay comentarios:
Publicar un comentario