Un día más. La amanecia deberá de ser pletórica. De rayos cegadores y cielo azul para despabilarnos del todo antes de empezar la nueva faena. Después de un cafelito bien cargado y un par de torrijitas estaremos listos para otro día maratoniano por las calles de Sevilla. Un día que iniciaremos en el barrio de Nervión, de donde inicia su estación de Penitencia la hermandad de la Sed.
La Iglesia de la Inmaculada Concepción se enmarca en un lugar ambiguo, si bien a su derecha tiene el discurrir de una avenida transitada de coches y autobuses, a su izquierda se extiende una calle estrecha cuajada de naranjos en flor, de casitas nervionenses de no más de dos pisos que son un marco incomparable para la hermandad que por allí procesiona. De todas maneras, las altas horas a las que acabamos ayer nos obligan a buscar la cofradía en su desembocadura a la avenida de Eduardo Dato. Una avenida que será un reguero de capirotes y capas negras al final de la cual podemos divisar la Giralda, esperando la llegada de la cofradía.
Desde Marqués de Nervión veremos aparecer el paso del Señor de la Sed, un portentoso crucificado, que se eleva en el madero pidiendo agua, pidiendo algo que le mitigue la sed que le provoca el tremendo sufrimiento. La mano de Álvarez Duarte es innegable en el bellísimo rostro del Cristo elevado sobre un calvario mazizo de clavel rojo que surge de un impresionante canasto dorado, como pocos hay en Sevilla. La banda de Corona de Espinas pone música a estos primeros pasos de la corporación, que busca, antes de adentrarse en su viaje a la catedral, el saludo a los enfermos de la residencia de San Juan de Dios.
Una vez que el Crucificado se interne en el patio del hospital, entre sus paredes blancas, remontaremos el cortejo hasta donde lleguemos, en busca de la Virgen de Consolación, la Señora de los ojos azules, como el cielo que la contempla en esta mañana de miércoles santo. Recién salida de su iglesia, avanza entre los naranjos que antes comentamos, bajo su palio de malla mecido al son de sus marchas y entre el gentío de su barrio. La candelería aún sin encender nos dice las horas que estará en la calle la cofradía, ya que hasta que no empiece a caer la noche no serán encendidos sus cirios.
Y de Nervión a San Bernardo, al barrio de los toreros. Nos adentraremos en el barrio de lleno, buscando un sitio desde el que poder ver la salida de esta hermosísima hermandad. La iglesia es bellísima, con sus muros amarillos y la espadaña de su torre en todo lo alto. Si llegamos con tiempo faltarán algunos minutos para que se abran las puertas y para que el aforo de la plaza en la que se encuentra la sede esté a tope de aforo.
Las túnicas moradas con las capas y los antifaces negros, llenarán en poco tiempo el itinerario a seguir, avanzando sin prisa pero sin pausa para que los pasos salgan lo más rápido posible. El calor será bastante intenso pero no le echaremos cuenta cuando el clásico paso del Cristo de la Salud empiece a aparecer bajo la puerta de San Bernardo. Los candelabros altos se cimbrean al mecer del costalero que sigue los pasos que le marcan los compases de la banda de la Presentación al Pueblo de Dos Hermanas. Es característico de ésta hermandad el calvario que se extiende a los pies de su crucificado, ya que entre el rojo intenso del clavel, se entremezclan algunos iris morados que salpican esa alfombra colorada.
La talla del Señor es impresionante. La cabeza le reposa sobre la parte derecha del pecho, un pecho inerte, sin fuerza, todo el vigor lo recoge el rostro, como dormido bajo ese cascote de espinas que le circunda el cráneo al Divino Salvador. El cuerpo es menudo, pequeño, parece hasta frágil, como de niño, clavado a una cruz arbórea que se ha elevado levemente tras la salida y avanza entre cornetas y saetas por las calles de su barrio.
Lo acompañaremos por la calle que pone nombre al barrio, o que recibe el nombre del barrio, la calle San Bernardo. Otra calle muy cofrade, en la que la estrechez y la bulla hacen que el incienso no se escape y nos llene las pituitarias de su aroma. La masa de gente delante del paso será terrible, por lo que hay que aguantar la pelea como se pueda, hasta que desemboque en Eduardo Dato, a la sombra de la fachada del cuartel de Artillería, donde revirará y tomará el puente de los bomberos en dirección a Santa María la blanca.
Si no podemos haremos un poder, pero tenemos que desandar lo andado con el Señor para llegar a la delantera del paso de palio. Casi seguro si no ha salido estará a punto. Su orfebrería dorada es digna de admirar, así como la riqueza del bordado de sus bambalinas y faldones. Trono de excepción para la reina del barrio, para la joya de la corona, para la madre de San Bernardo que es Refugio de Salud.
Entre los ciriales y los capataces nos hacemos un hueco para disfrutar de su andar, medido, mecido, mesurado, ganando milimetro a milimetro lo que la bulla le permite. Las levantas son saludadas desde el público con interminables aplausos. La estrecha calle Gallinato recibe en fiesta a la Virgen que Sebastián Santos tallara para la hermandad de San Bernardo, despidiendo hasta la noche a la madre de sus hijos.
Podemos andar a buen paso, sin parar pero sin correr, camino del centro, sabedores de que a esa misma hora, la puerta de la carne está tomada por la cofradía de San Bernardo y la de Carmona por la de la Sed. De modo que hay que buscar un punto intermedio para adentrarse en el casco antiguo. No sería mala idea atravesar los jardines de Murillo en una tarde de primavera sevillana, gozar de su frondosidad y fuentes y continuar callejeando por el barrio de Santa Cruz, cuna de tabernas y restaurantes con sabor que pueden servirnos para almuerzo de semana santa.
Hay que retomar rápido la marcha, pues el Arenal no espera. Buscando el postigo y rodeando por Arfe y Castelar, debemos llegar a la parte final de Pastor y Landero, desde la cual degustar las exquisitas túnicas azules de la hermandad del Baratillo a la sombra de las dos catedrales: La una diocesana, con la Giralda emergente entre los edificios del barrio, y la otra del toreo.
La calle Adriano es una masa humana, no cabe un alma en todo el ancho de la misma, por lo que al cortejo casi le cuesta abrirse paso entre la multitud. Y más aún le costara al primero de los pasos, uno de los más anchos de Sevilla. Un paso que es exquisito en todos los sentidos y ahora explicaremos por qué.
Los ciriales nos anuncian que el misterio va a salir. Poco a poco va superando las jambas de la puerta y se va colocando entre los árboles de la calle, el himno tocado por la banda del Sol, indica que el Señor de la Misericordia y la Virgen de la Piedad están en la calle. La revirá encamina al conjunto hacia nuestra posición. El incienso y el ambiente de tarde de cofradías nos tiene completamente absortos ante tamaña imágen. Haremos lo posible por colocarnos ante el paso y acompañarlo unos metros hasta la esquina con la calle Almansa. Cuando arría podemos recrearnos en la exquisitez de los respiraderos, en la perfección del canasto, dorado, en el que destacan las oscuras cartelas, y en la medida justa de los candelabros de guardabrisa. El monte soporta al conjunto escultórico, a la Virgen niña que Fernández Andes hizo para el Baratillo y al Cristo muerto que Ortega Bru puso en sus manos. La cruz huérfana del Señor llora su muerte con los sudarios al viento.
El paso se levanta y avanza entre el gentío, con el incienso rozando el rostro de los titulares y el mercado del Arenal perdido en sus facciones. En sus muros aún resuenan el reparto del trabajo de ambas cuadrillas, y aún queda algún costalero del palio haciendose la ropa. Al llegar a la calle Almansa no queda otra, la revirá es milimétricamente medida, no se puede avanzar ni retroceder, y al terminar avanza poco a poco para adentrarse en la estrechura.
Volveremos al punto inicial, el palio no habrá salido aún por lo que tenemos tiempo para regresar tranquilos. Los bordados de sus bambalinas combinando la malla y el terciopelo rojo van apareciendo poco a poco por la puerta, con una salida muy complicada e incómoda para la gente de abajo.
Cuando el paso se levanta y suena el Carmen de Salteras, nadie se acuerda ya de los malos momentos de la salida, sino disfruta de esa morena de ojos negros que se mece bajo las bambalinas a las órdenes de la saga de los Palacios y se encamina hacia la calle Pastor y Landero siguiendo el surco de túnicas azules, ahora con cingulo blanco, que se extienden ya por el centro de Sevilla.
A nuestra altura pasa el palio majestuoso, avanzando con elegancia, dando el suave movimiento de varales la mecida justa de bambalinas y velas rizadas. El segundo paso es otro primor, los bordados de Esperanza Elena Caro circundan el altar en movimiento que lleva a la Virgen de la Caridad por las calles de Sevilla.
Ahora toca cambiar de tercio completamente. Abandonamos los barrios y nos colamos en lo más profundo del centro. Por Carlos Cañal y Sagasta, atravesamos la carrefa oficial, para llegar al Salvador desde donde nos encaminaremos al final de la calle Cuna para ver a la hermandad del Santísimo Cristo de Burgos y Madre de Dios de la Palma revirar y adentrarse en la calle Orfila con las últimas luces de la tarde.
Los cirios al cuadril y el ruan negro preceden al Crucificado de Juan Bautista Vázquez el Viejo sobre su paso renacentista en caoba, cuyas cartelas fueron recuperadas hace algunas semanas santas y dan un toque más colorista y menos monótono al paso. Los cuatro achones color tiniebla que lo escoltan empiezan a trabajar para dar luz de vida al Señor, que avanza con música de capilla al final de la calle Laraña.
La levantá es a pulso, casi imperceptible, para poner al Cristo en lo más alto y seguir de frente buscando el recorrido marcado. Su cuerpo dibuja un ligero escorzo sobre el madero y el sol que cae por la calle Alfonso XII casi pinta la piel del Crucificado, dorandolo, haciéndolo casi de bronce por unos instantes. El paso se adentra en la calle Orfila, y admirandolo desde la lejanía podemos intuir la caída del costero izquierdo.
No tardará en llegar el palio, no son muchos nazarenos y la hermandad, de negro, va sin excesivos lucimientos. La Virgen tiene una complicada salida, la cuadrilla ha de ponerse de rodillas para salvar el arco de medio punto que dibuja la puerta de San Pedro. Sus bordados son bellisimos, oro sobre terciopelo granate, y el andar es exquisito. A penas se mueven las bambalinas ni cimbrea el teño de palio en el que la Virgen tiene clavada la mirada buscando el consuelo que le robaron con la muerte de su hijo.
Una marcha seria cualquiera acompasará la revirá, poco a poco con la derecha alante y la izquierda atrás, para adentrarse en post del primer paso en direccíon a Javier Lasso de la Vega. Admiramos por unos instantes el manto, iluminado por los candelabros de cola y sin perder más tiempo del preciso, con el regusto que nos deja la seriedad de una cofradía de centro, tomamos la Encarnación arriba y la calle Imágen para llegar a la plaza de San Pedro.
Allí seremos testigos de uno de los estrenos de la semana santa, qué digo uno, Del Estreno (con mayúsculas) de la semana santa, no todos los años se pone un palio nuevo en la calle y con él procesiona por vez primera en la semana santa una dolorosa. En este caso es la hermandad del Carmen Doloroso la que ostenta tamaño acontecimiento.
El misterio aparece avanzando de frente por la plaza del Cristo de Burgos, la penumbra de la noche bajo las copas de los árboles es rota por la tenue luz tintineante los guardabrisas. El frontal dorado de su canasto brilla con cada brizna de luz que le salpique. El Cristo de la Paz, negado por San Pedro preside el centro del paso escoltado por un centurión. La banda del Cautivo de Sanlúcar la Mayor pone música al misterio de las Negaciones de Pedro.
Con un poco de suerte, la cuadrilla nos deleitará con algún cambio al son de la marcha que toque en ese momento, un izquierdo o un costero, que rompa con una arrancada. En un par de chicotás, ya más tranquilas y pausadas el paso de Cristo estará bajo el amparo de la torre de San Pedro dibujando un cartel efímero de semana santa que quedará prendado y prendido de nuestras retinas. Poco le queda para regresar a su casa por lo que cada chicotá ya sabe a última.
Entre los antifaces marrones y los escapularios del mismo color nos vamos abriendo paso para llegar al centro de la Cofradía. Al centro sentimental de la hermandad en el día de hoy. El palio se recorta por la calle Dormitorio, gateando poco a poco entre los muros desconchados de sus casas. El terciopelo es azul marino y el bordado en oro, la Virgen del Carmen, la hermosísima talla de la Virgen del Carmen doloroso, en torno a la cual se fundó la cofradía, el orígen y el germen de los antifaces marrones que dejamos atrás hace unos minutos, después de tantos años está en la calle, está recorriendo las calles del miércoles santo, ya de camino a su casa, a Omnium Sanctorum.
Las lavantás suenan entrañables, es la primera vez que esta dolorosa se pasea por las calles de Sevilla, en semana santa. La mecida suave de la mesa hace oscilar el haz de luz que se refleja en los muros aledaños. La noche de Sevilla recoge bajo su manto al miércoles santo, degustamos la revirá hacia la plaza del Cristo de Burgos, sin avanzar un ápice, sin retroceder tampoco, una revirá que culminará con unas zancadas de frente y una arriá para dar respiro a los costaleros. El Carmen Doloroso, hecho su sueño realidad, se encamina a su calle Feria en medio de la espectación.
Como no andamos muy lejos, vamos de marrón en marrón, de color de túnica por supuesto. Y del marrón del Carmen al marrón del Buen Fin. Tomaremos la calle Cuna arriba buscando la plaza del Salvador, donde sus túnicas franciscanas serán ya el camino del Señor.
La noche ya va haciendo sus estragos, y la Plaza del Salvador es lo suficientemente amplia como para buscar un recobeco en el que descansar unos instantes mientras la hermandad cruza de una estrechez a otra.
En poco aparece el crucificado. Erguido sobre el madero, girada la cabeza más que caída, sólo en el calvario que otrora ocupasen un soldado romano y José de Arimatea. No necesita a nadie, El se basta para llenar un paso cuyos candelabros son casi tan altos como el Cristo. El canasto es de líneas rectas aunque neobarroco y avanza por la plaza como un trámite de transición para llegar a la Calle Cuna. El miércoles santo se nos va marchando poco a poco como se adentra el Crucificado a los sones macarenos de la centura entre las fachadas.
No mucho después aparece el paso de palio de la Virgen de la Palma coronada, un palio historiado de originales bambalinas, por fuera de los varales y cargadas de bordados, hay quien piensa incluso que son más apropiadas para un altar fijo que para un paso en movimiento. Pero hete aquí la grandeza de la semana santa de Sevilla, y es que dentro de la monotonía de palios de cajón, de bambalinas recortadas, de caídas con formas y caídas uniformes, hay originalidades que dan los puntos y toques exóticos como el palio de las Penas de San Vicente o Montserrat, o el caso que nos ocupa de la Virgen de la Palma.
Con la candelería encendida aparece en la plaza procedente de Alvarez Quintero, ansiando la anchura para tomar aire, pues el tramo del que viene y al que se acerca son hermosísimos para verlos desde fuera y sufridísimos para vivirlos desde abajo. La levantá suena pesada, avanza poco a poco a los sones de la banda y cruza ante la atenta mirada del Maestro Montañés buscando el camino que marcan los largos capirotes marrones que preceden su paso.
Inmediatamente detrás del último músico de la banda, sin solución de continuidad, va la cruz de guía de la hermandad de la Lanzada. Hermosísimas túnicas de merino con antifaz en raso rojo nos anuncian la llegada de la corporación de San Martín. El cortejo está completamente estudiado, todo ello neogótico, en oro y rojo. Las distintas insignias no hacen más que anunciarnos la apoteosis que se avecina cuando aparece el misterio. Un misterio cuyo paso es gótico, de talla gruesa, pesado, con enormes ángeles mancebos en sus esquinas y un Longinos lancero en su delantera que, sobre su caballo, recula tras lancear el Divino costado de Cristo.
Y otro Cristo de Illanes. Tan parecido y tan distinto al que el Domingo de Ramos recibía la cruz en el Porvenir y al que el lunes santo, saltándose el protocolo de la liturgia manaba sangre y agua de su pecho antes de ser lanceado. A los pies de la Cruz la Virgen de Guía y San Juan se lamentan de lo que no tiene vuelta atrás, al igual que las santas mujeres. El calvario de clavel rojo ocupa toda la tablazón del paso que avanza con la zancada valiente al son del redoble trianero de la banda de las Tres Caídas. Sus gorras blancas suceden al canasto entre la multitud que poco a poco va midiendo sus mecidas para entrar, como un elefante por el ojal de una aguja, por la bocana de la Calle Cuna. Admiramos la trasera perderse entre los muros, el reflejo del guardabrisa casi rozando los balcones se va perdiendo en las paredes como señal inequívoca de que la noche va llegando a su fin.
A su Buen Fin, como la advocación de la Virgen que viene tras el misterio. Una Virgen linda, hermosa, guapa, enmarcada en otro original paso de palio, neogótico, bordado en oro sobre terciopelo rojo, y con la originalidad de ser el único paso de Virgen con una canastilla sobre la que se alzan los doce varales que sustentan las caidas. El encajonamiento de las mismas con los varales hace que los movimientos sean bruscos aunque medidos, avanza a la sombra de la Iglesia del Salvador a los sones de la Sociedad Filarmónica de Pilas. Después de ver adentrarse en la calle Cuna al misterio, ver al palio, de dimensiones más reducidas, a penas tiene intringulis. Anque mantiene la gracia de ir diciendo adiós con su manto a quien, como nosotros, nos quedamos viendose alejar a la cofradía.
Cuando se disipa la bulla buscamos la espalda de los palcos para encontrarnos con la hermandad de las Siete Palabras cruzando ante las puertas del Banco de España en dirección a la plaza Nueva. Los chinos serán testigos del paso de la cofradía de la Collación de San Vicente.
El primero de los pasos aparece desde Hernando Colón en silencio, el racheo va sellando las bocas de quienes aguardan su llegada. Las voces de mando de Pepe Luna resuenan en la noche sevillana, en cuyo eco flotan las notas de la banda de música que acompaña al palio de la Virgen de Regla, allá por el final de la Avenida. El paso de plata entero, sostiene al nazareno cuya hechura no puede evitar recordarnos a la zancada firme pero frágil del Señor del Gran Poder. Su túnica se cimbrea entre la fachada del banco y los tablones de los palcos a cada zancada de su cuadrilla.
Las túnicas blancas con el escapulario carmesí se suceden tras el nazareno precediendo al altísimo crucificado. Á qué altura llegará no deja de ser una incognita, el paso más alto de la semana santa de Sevilla ha tenido que pasar la avenida con su titular hundido en el monte calvario por las dichosas catenarias. Escalamos por Hernando Colón para disfrutar de unos de los calvarios más clásicos de la semana santa. El canasto, antiguo, rematado en cuatro candelabros de guardabrisa, acoge al misterio de las Siete Palabras. El Señor se dirige a su Madre en presencia de San Juan y María Magdalena. Los sones de Presentación al Pueblo de Dos Hermanas retumban ante los muros catedralicios en una calle con guasa para las corrientes y el costero derecho que mantiene los surcos del antiguo rail del tranvía de principios del s. XX.
Una vez que gira para tomar la plaza de San Francisco, disfrutamos de la marcha y la mecida, y buscamos el palio. El cortejo ha dado un cambio radical, los antifaces son ahora carmesíes, y los escapularios han dado paso a capas blancas. No muy atrás aparece el palio de la Vírgen de la Cabeza, esa talla que en sus inicios fue un ángel y que fue reconvertida en dolorosa. Bajo el palio burdeos avanza la Virgen de la cara pequeñita siguiendo el camino marcado por los dos primeros pasos de la cofradía. La Candelería encendida en su totalidad gana protagonismo en lugar de las tenues farolas amarillentas que vierten casi a desgana su luz por las aceras.
Es tarde, pero seguro que algún bar de hamburguesas y perritos calientes podremos encontar en algún lugar de la frontera entre el centro y el Arenal en el que perdernos unos instantes y cenar algo consistente mientras aparece, sin prisa alguna, la cruz de guía de la hermandad de los Panaderos. Ellos cierran el día y no tienen ningún animo de correr hacia su capilla, la noche se presta a la tardanza, por lo que el misterio se hará de rogar, aunque merecerá la pena esperar. Su aparición en la plaza es estelar, un constante de izquierdos y costeros saludaran al gentío que a esa hora de la noche aguarda su llegada. El Señor abre sus manos ante los sayones, prestándose casi al prendimiento, sin oponer resistencia, mientras en el lateral del olivo Judas se arrepiente del beso que, allá por Santiago, le diera en su mejilla al hijo del hombre.
Bajo la fachada del ayuntamiento la chicotá es eterna, los pajarillos de los candelabros de guardabrisa parecen estar dormidos, la banda de las Cigarreras echa el resto en este alarde de sevillanía en la jornada previa a lucirse con su hermandad. Por la calle Tetuán se pierde casi sin querer perderse, avanzando con el tambor lo que le pide.
Y el broche lo pone la Virgen de Regla. Su palio aún sin restaurar ha dado lugar a una de esas anécdotas que quedaran para los anales de las cofradías. Y es que las mismas bambalinas que bordara Rodriguez Ojeda en su día para la Macarena y que rindieron pleitesía a la Estrella en tantas ocasiones son las que hoy se mecen sobre la regia testa de la Virgen de la capilla de San Andrés.
Es característica en su candelería que las dos primeras tandas dibujen con sus cirios la cruz del santo que da nombre a la capilla, una candelería pobladísima de cirios encendidos en su totalidad, que da muestra del peso ingente que soportan sus tres primeras trabajaderas. El palio último del miércoles santo se mueve bajo una luna casi llena y un cielo completamente límpio de nubes testigo directo de la recta final de la semana santa.
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